Tutankamón  

Posted by Ignotum in

LA ASTUCIA DE HOWARD CARTER.

El descubrimiento tal como ocurrió.

La escritora Marta Blanco, quien estuvo por primera vez en Egipto en 1955, realiza una personal reflexión sobre la historia del joven faraón, los entretelones de su descubrimiento y la "aparición pública" de su rostro de tres mil años en los medios de prensa de todo el mundo.
"Tantos trabajos y rituales para proteger su cuerpo y cubrir el misterio de la muerte con la suntuosidad de dieciocho dinastías para terminar exhibido como un despojo", reflexiona la escritora.

Aterricé por primera vez en el aeropuerto de El Cairo una noche de abril de 1955. Gamal Abdel Nasser había tomado el poder y expulsado al rey Farouk, quien se refugió con sus esposas en la Costa Azul, a la que llegó en su propio yate. Nasser inauguraba una política de desarrollo nacionalista árabe, anunciaba la construcción de la represa de Aswan y amenazaba con no comprar salitre chileno. Mi abuelo iba a negociar un nuevo trato, y no pasábamos inadvertidos; los turistas escaseaban.

Al ojo, la ciudad era vivaz: calles, camellos, Mercedes Benz, mendigos, policías dirigiendo el tránsito, buses con gente amontonada en el techo. El olor a especies y cordero asado, la bulliciosa algarabía, hombres sentados en las afueras de los café fumando pipas de agua. A los diecisiete años quería ver las pirámides, la Esfinge, la estatua de Sheik-el-Bedel. Y el Nilo. En la noche abrí la ventana de mi habitación y abajo estaba el río. Que no era verde Nilo.

Al alba me despertó el canto de los muecines llamando a la primera oración. En el museo, de pie en una esquina, el Sheik me miraba con sus ojos de vidrio tan vivos, que creí que era un guardia. Pero fueron los tesoros de la tumba de Tutankamón los que clavaron mi memoria adolescente en las maravillas y misterios de Egipto.

He vuelto tres veces al país que desafía al desierto desde hace cinco mil años. Más grande que cualquier país de Europa, tiene apenas veinticinco kilómetros de ancho de tierra regada. Heródoto tenía razón: Egipto es un don del río. Dependen del agua que inunda las tierras con su légamo sustancioso y feraz.

La urna transparente

Cincuenta años después de esa primera visita, el joven faraón tendido en su sarcófago de cuarcita, celosamente guardado en el Valle de los Reyes, pasará a una urna transparente despojado de sus albos linos, de su máscara de oro, de sus tres ataúdes de lapislázuli y maderas engastadas de piedras semipreciosas embutidos uno dentro del otro como muñecas rusas.

Descendí a la tumba en 1977 con el periodista José Manuel Donoso Saint. Grabamos el sarcófago y la entrada, el tesoro y a Anubis, así como las estatuas del rey que custodiaban el sancta sanctorum. No lo vi, pero sentí la presencia de una vida antigua ahí dentro.

Ahora Tutankamón no será visto como era, sino como es: sólo un despojo. Qué habrían dicho Isis y Osiris, Anubis y Hator, sus dioses, al verlo expuesto a la vista de miles de turistas: tantos trabajos y rituales para proteger su cuerpo y cubrir el misterio de la muerte con la suntuosidad estética y estática con que dieciocho dinastías continuaban vivas en la muerte para terminar como la mujer con bigotes del circo.

Pero ha pasado medio siglo, y el mundo exige ver para creer.

Dos noticias me han mostrado el horror que se busca con cierto malévolo placer: la primera fue el "descubrimiento" del cuerpo de Diego Portales, al que no mostraron como era. Nos dejaron ver los harapos de un uniforme, un cuerpo carcomido de pasmosa delgadez. La fotografía nos enseña un despojo, no un hombre.

Y ahora, en Egipto, en nombre del turismo y la preservación del cuerpo, dejarán tendido como a Lenin o a Mao a un joven faraón que ni alcanzó a gobernar. Protegerlo, de acuerdo. Pero ¿mostrarlo? Algo en esta seducción de lo macabro huele a novela gótica; a Halloween me huele.

4 de noviembre de 1922

Tutankamón existe para el mundo sólo desde 1922, cuando el egiptólogo Howard Carter, en la última excavación que financiaría Lord Carnarvon en su obsesiva búsqueda de una tumba faraónica inviolada, dio con ella la mañana del 4 de noviembre de 1922. "Un silencio extraño me recibió. La faena estaba detenida y la quietud del Valle, sumada a la silenciosa espera de los fellahs, me indicó que algo pasaba".

Los obreros se habían topado con un peldaño. El capataz paró la faena esperando las órdenes de Carter, que bajaba diariamente en burro desde su bungalow a las seis de la mañana. El calor impide trabajar cuando el sol está en su cenit.

Carter no lo sabía aún, pero había encontrado la única tumba del Valle de los Reyes con el mobiliario y los objetos de un entierro real. Dio orden de continuar limpiando las gradas. El 6 apareció el dintel de una puerta. Detuvo los trabajos y ocultó con la tierra removida los peldaños. No vio el sello real intacto, escondido tres mil años bajo los restos de las casas de los obreros que construyeron la tumba de Ramsés VI.

Envió un telegrama a Carnarvon: "gran descubrimiento, aconsejo viaje". Éste respondió tomando el primer barco disponible, y el 20 arribó a Alejandría con su hija Evelyn.

Así comenzó la historia pública de un faraón que ascendió al trono a los ocho años y murió a los diecinueve. Vivió en Tell-el-Amarna, la capital creada por Akenaton, donde construyó palacios, jardines, templos y amplias avenidas en nombre de la máxima herejía que un egipcio podía invocar: "Hay un solo Dios, dijo, y es el sol". Ello le valió, aparentemente, ser envenenado. Entonces asume Tutankamón, casado con su tercera hija.

Mentiras y misterios

La historia de este faraón sin historia ha crecido con los años. Sus tutores Ay, "padre divino", y Horemheb, un general tan diestro en política como lo sería Talleyrand, gobernaron Egipto durante su minoría. Reorganizaron el país, abandonaron Tell-el-Amarna, la hermosa ciudad donde se dio el arte más libre y alegre, olvidando la rigidez geométrica, la obligación de colocar al faraón de perfil, su cuerpo de frente, rígido y digno. Las escenas amárnicas están llenas de flores y animales; abundan en naturalidad, olvidando el canon que hacía de la pintura no sólo un hecho anónimo (no se conoce el nombre de ningún artista), sino un ritual que se repetía desde hacía milenios para que el faraón, de la mano de Osiris, entrara en la inmortalidad después de que se pesara su corazón en la balanza de la justicia.

La antigua capital, Tebas, olvidada y empobrecida, volvió poco a poco a su grandeza, y Tell-el-Amarna fue abandonada.

Tres mil años después, el joven faraón yacía en una tumba olvidada del Valle de los Reyes. Pero mucho había cambiado en el país del Nilo. Egipto comprendía la importancia de los descubrimientos arqueológicos (debido en parte a la Expedición de Bonaparte y también a los escritores y artistas que la recorrieron entre los siglos XVI y XX). No permitiría que el hallazgo fuera a parar a Inglaterra o a Highclere, el castillo de Carnarvon, ni vendido a millonarios coleccionistas.

La grieta de los tesoros

Algo se sabía ya de Tutankamón. Aparecían de pronto, entre los anticuarios de El Cairo, Londres o París, objetos desconocidos con su nombre. ¿De dónde provenían?

Ocurrió que en 1875, en Kurna, pueblo en el borde del farellón de Deir-al-Bahri, vivía una familia de ladrones de tumbas profesionales, los Abd-al-Rasul. Después de una copiosa e inusual lluvia que por escasa producía avalanchas y desprendimientos, salieron a buscar lo que pudo haber aparecido. Encontraron una grieta llena de tesoros.

Desde el siglo XIII a.C. habían robado tumbas reales del Valle. El jefe de familia hizo jurar secreto sobre el hallazgo. Pero no pudo sino vender de cuando en cuando amuletos de oro y ornamentos de las momias. Muy pronto aprehendieron al jefe, y aunque no le pudieron sacar declaración alguna, el mercado clandestino se cerró.

Poco después apresaron a otro miembro que confesó e incluso llevó a las autoridades hasta la cueva que contenía las momias de cerca de cuarenta faraones y reinas de las dinastías dieciocho a veintiuno. Amontonados, remecidos pero intactos, se encontraron con los monarcas más poderosos del Egipto Antiguo. Aparentemente, los sacerdotes los habían sacado miles de años antes depositándolos allí para que nadie los vejara. Pero habían dejado en cada una alguna señal de identidad. Fue un detalle que ayudó a Carter a definir qué tumba aún no aparecía.

Las momias fueron embaladas y despachadas en una barca por el Nilo al Museo de El Cairo. Siete días demoraron en descender el río en estricto secreto. Pero al pasar frente a los pueblos, los hombres disparaban sus pistolas o fusiles y las mujeres se reunían en los bordes tirándose el pelo y lanzando al aire el clásico grito de dolor árabe, un ululante y agudo chillido, una forma de lamento que había pasado de generación en generación.

Nadie nunca supo por qué lloraron al ver pasar la barca. Pero lloraron a sus faraones muertos hacía más de mil años. Egipto es, sin duda, el más secreto secreto de cómo una cultura que parece extinguida persevera en las células, en el ADN, y pasa de generación en generación.

Templos y plum pudding

Inglaterra había convertido a Egipto en su terma del sol. La tuberculosis mataba a muchos. Era el mal del siglo. El sol solía curarlos. Pero exigía climas secos.

La aristocracia inglesa, algunos por salud y otros por la costumbre de viajar a lugares desconocidos, corrían y recorrían las arenas, ocupaban el lujoso Winter Palace en Luxor, un hotel que los devolvía a su plum pudding, su porridge y su roastbeef, a la vez que les proporcionaba el exotismo indispensable para saciar su curiosidad frente al mundo.

Lady Amelia Edwards es considerada la primera egiptóloga. Navegaba por el Nilo, descendía en la isla Elefantina o en lugares aislados donde las ciclópeas estatuas de piedra, de cuarcita, estaban aún cubiertas hasta el cuello por la arena. Abu Simbel era accesible y Karnak comenzaba a revelarse. En sus ruinas vivía una inglesa exótica y muy querida de los fellahs, Lady Lucy Duff Gordon, que había construido su casa sobre el techo de uno de los templos. Murió de tuberculosis a los cuarenta y ocho años en un hospital de El Cairo.

Aunque todas las tumbas fueron saqueadas, las construcciones denotaban grandeza en sus pinturas, sus cielos, la majestuosidad arquitectónica.

Las columnas del templo mayor de Luxor aún mostraban (y muestran) el color de la flor del loto y las hojas de papiro en la sala hipóstila. Asombra el conocimiento que tenían de las estrellas, representadas en los cielos con perfección astronómica.

La apertura "oficial" de la tumba

La tumba fue abierta oficialmente al público por Lord Carnarvon y Howard Carter el 26 de noviembre en presencia de expertos del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y el director del Museo de El Cairo. La reina Elizabeth de los belgas no pudo asistir, aunque había llegado a Luxor especialmente. Pero había corrido la noticia de que se abriría la cámara mortuoria, y los periodistas y los reyes, los embajadores y visires, además de los turistas, formaban una masa movediza e inquieta que cruzaba el Nilo y remontaba el camino del Valle. Que se apretujaba en las puertas de la tumba. Quizás ello la hizo desistir. Reina al fin, vería al faraón a solas.

Al abrir el primer hueco en la puerta, después de descender los dieciséis peldaños y bajar por un pasillo subterráneo de ángulo pronunciado, Carter metió una vela por si había gases pestíferos. Sonaba el aire que salía.

Entonces miró. Y agrandando el espacio metió una linterna. Su silencio desesperó a Carnarvon, que le gritó "¿qué ve, qué ve?", y Carter respondió "maravillas, sólo maravillas. " Entonces agrandaron la apertura y los Carnarvon miraron, se asombraron y rieron de las maravillas descubiertas. Afuera una legión de periodistas.

La difícil tarea de encontrar la tumba había concluido. Aquí termina la historia oficial.

"I see wonderful things"
Howard Carter, 1922

Epílogo no edificante

La noche anterior a la apertura oficial, Carter, Carnarvon y Evelyn bajaron al Valle en silencio con linternas y herramientas, abrieron un pequeño hoyo en las dos puertas, y sólo Evelyn, joven y delgada, pudo entrar. Luego Carnarvon y Carter se arrastraron, y una vez adentro, estuvieron toda la noche recorriendo, mirando, tocando el tesoro inimaginable que estaba a punto de hacerse público. No podían creer lo que veían. El desorden inusitado acusaba la presencia de ladrones de tumbas. Pero ello había ocurrido más de un milenio antes. Las huellas de la huida demostraban que escaparon a matacaballo.

En la puerta, en el suelo, un cáliz de alabastro en forma de loto entusiasmó a Evelyn. La sala era pequeña; el aire, irrespirable. Poco a poco los ojos se fueron acostumbrando a ver en esa oscuridad iluminada a golpes de linterna.

Antes de que aclarara cerraron con yeso las aperturas, se devolvieron en sus burros a los bungalows sobre la colina, y el 26 de noviembre de 1922 hicieron la comedia de su sorpresa y alegría por lo recién visto. Se habían llevado treinta y cinco objetos de menor tamaño y extraordinaria belleza.

Sólo se supo la verdad en 1976, con la publicación del libro de Thomas Hoving, curador de la muestra de los objetos de la tumba que dio la vuelta al mundo bajo el horrible apodo de "Tutmanía". Hurgando entre los papeles del Metropolitan Museum, dio con la verdadera historia.

Los excusa. ¿No habría hecho yo lo mismo?, se pregunta. No lo sé. Pero el gran egiptólogo Maspero, enterrado a un costado del Museo de El Cairo no lo habría hecho. Sheik-el-Bedel, con su mirada cristalina y fija, se lo habría impedido. Y su propio amor por Egipto también.

El joven faraón no será sólo transparente a la vista. También la historia del descubrimiento de su tumba debe ser contada tal como ocurrió.

Ahora Tutankamón no será visto como era, sino como es; sólo un despojo en una urna.

This entry was posted on domingo, 11 de noviembre de 2007 at 11:37 p. m. and is filed under . You can follow any responses to this entry through the .

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